Todos los Estados tienen gran interés en conocer el estado de salud de los viajeros que llegan a sus fronteras. En los últimos años, una sucesión de emergencias sanitarias —algunas localizadas, otras muy extendidas— han reavivado los argumentos a favor de la creación de sistemas de gestión de fronteras debidamente equipados y capaces de detectar y desactivar las amenazas para la salud pública en los puntos de entrada. La enfermedad del Ébola, la SARS-CoV-1 y las diversas cepas de la gripe aviar dejaron en claro la necesidad de un enfoque multisectorial para reforzar las capacidades de gestión de fronteras en lo relativo a la prevención y detección de enfermedades transmisibles y a las respuestas correspondientes. Pero estas enfermedades pudieron ser contenidas con una perturbación solo limitada de los viajes internacionales.
Las pandemias mundiales plantean retos de otra magnitud, especialmente cuando alcanzan el nivel de una emergencia de salud pública de importancia internacional, determinado por la Organización Mundial de la Salud (OMS). Dadas las incertidumbres iniciales sobre la probable extensión geográfica y velocidad de transmisión(por no hablar de su letalidad) de la enfermedad coronavírica de 2019 (COVID-19), prácticamente todos los gobiernos tuvieron dificultades en un comienzo para sopesar la idoneidad de la introducción de restricciones a la movilidad humana con el impacto de esas medidas en el bienestar económico y social de sus ciudadanos y residentes. Ese periodo de incertidumbre fue de corta duración, y la suspensión de los movimientos transfronterizos —internacionales e internos— pasó pronto a ser la primera línea de defensa contra la propagación del virus.
El nexo entre la movilidad, la gestión de fronteras y el control sanitario no es de origen reciente. La gestión de los riesgos sanitarios —especialmente de la transmisión de enfermedades por las personas que llegan al país— está inscrita en la estrategia migratoria de todos los gobiernos, en la expectativa razonable de que los recién llegados no representen una amenaza para la salud pública. Todos los gobiernos exigen que las personas que cruzan sus fronteras estén en buenas condiciones sanitarias, aunque, gracias a las mejoras de los niveles de salud en los países de todo el mundo, las rigurosas inspecciones sanitarias que antes eran comunes en las fronteras ya solo se aplican en situaciones de emergencia. El comienzo de la enfermedad coronavírica de 2019 (COVID-19) supuso una vuelta al pasado; la gestión sanitaria en las fronteras es ahora el elemento medular de los esfuerzos mundiales por contener la pandemia, y es probable que siga siendo un componente esencial de la gestión de la migración en el futuro previsible, con un impacto considerable en los migrantes y en su comportamiento.
La consecuencia más evidente es, naturalmente, la drástica reducción de la movilidad migratoria: muchos trabajadores migrantes se ven en la imposibilidad de viajar a sus empleos en el extranjero, o de regresar desde sus países de acogida; la reunificación de las familias ha quedado en suspenso, cuando no abandonada del todo; y el programa de trabajo de los estudiantes internacionales ha sufrido profundas alteraciones. Los trabajadores migrantes que aun así logran obtener el derecho de entrada y empleo, experimentan dificultades adicionales (véase Migración laboral en tiempos de pandemia: enseñanzas de la COVID-19, en las Interconexiones). En casos raros, se ha impedido el regreso de ciudadanos y migrantes al propio país. Las incertidumbres sobre el origen y la forma de avance de la pandemia han llevado asimismo a la culpabilización injustificada de los migrantes, con manifestaciones de xenofobia y discriminación (véase Integración de los migrantes en tiempos de pandemia: enseñanzas de la COVID-19, en las Interconexiones). También hay ramificaciones de salud pública directas que es preciso considerar, empezando por la prevención de la transmisión de la
COVID-19 a través de la movilidad y siguiendo con aspectos referentes al bienestar físico y psicosocial de los migrantes.
Es esencial que las medidas de control sanitario y fronterizo de la COVID-19 sean proporcionadas al fin perseguido y se apliquen de manera equitativa y teniendo plenamente en cuenta las necesidades específicas de los migrantes.
En términos generales, las medidas de control de fronteras relacionadas con la COVID-19 comprenden lo siguiente:
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restricciones —y, en casos extremos, prohibiciones— de los movimientos transfronterizos, lo que ha incluido prohibiciones de distinta duración de las llegadas desde determinados lugares críticos;
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exenciones en “circunstancias especiales”, por ejemplo por motivos humanitarios o para garantizar la continuidad de la disponibilidad de mano de obra (véase Visados y permisos de residencia en tiempos de pandemia: enseñanzas de la COVID-19, en las Interconexiones);
Sin embargo, para que estas medidas sean eficaces, es fundamental que se acompañen de las debidas disposiciones de salud e higiene. No existe un conjunto prescrito de disposiciones, ya que estas variarán en función de las circunstancias nacionales, o incluso subnacionales, así como de la disponibilidad de recursos, pero las siguientes son algunas de las prácticas de uso común.